Por Felipe Pigna
Desde la Revolución de 1890, la Unión Cívica se presentaba ante la sociedad como una organización política que proponía una nueva forma de hacer política. Pero en su seno se percibían notables diferencias entre sus dos conductores. Los objetivos de Alem y Mitre eran notablemente diferentes. Sólo coincidían en expulsar a Juárez Celman del gobierno. Pero mientras Alem luchaba por elecciones libres y transparencia gubernativa, el mitrismo, aliado con el roquismo, pretendía recuperar el poder para colocarlo en manos confiables que aseguraran que nada cambiaría.
Los conductores del Partido Autonomista Nacional, integrantes del reducido grupo político que monopolizaba el control de la vida política argentina, advirtieron que urgía recuperar el poder político, y la credibilidad debilitada desde los hechos del 90. Para ello debían pacificar la sociedad y debilitar a la oposición. Con ese propósito incorporaron a algunos miembros de ésta a la gestión de gobierno. Comenzaron las negociaciones y acuerdos con los sectores más dialoguistas de la Unión Cívica. En ocasión de la campaña electoral para los comicios de 1892, Roca y Pellegrini negociaron con Mitre, lo que no fue aceptado por Leandro Alem, quien al frente de la fracción intransigente de la Unión Cívica creó en 1891, la Unión Cívica Radical. Los sectores conservadores formaron la Unión Cívica Nacional, liderada por Mitre.
Los radicales proclamaban en su carta orgánica:
«Concurrir a sostener dentro del funcionamiento legítimo de nuestras instituciones las libertades públicas, en cualquier punto de la nación donde peligren. Levantar como bandera el libre ejercicio del sufragio, sin intimidación y sin fraude. Proclamar la pureza de la moral administrativa. Propender a garantir a las provincias el pleno goce de su autonomía y asegurar a todos los habitantes de la República los beneficios del régimen municipal.»
La Unión Cívica Radical se orientó hacia la intransigencia. Sus dirigentes negaron la legitimidad del acuerdo entre mitristas y roquistas y decidieron pasar a la resistencia. El régimen, a través del fraude y la transmisión del poder entre los miembros de la elite, cerraba todos los canales legales de participación y expulsaba a la oposición del sistema. Leandro Alem declaraba: «No derrocamos al gobierno de Juárez Celman para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad nacional».
Entre 1891 y 1893 se produjo un fuerte debate al interior de la UCR entre abstencionistas, que planteaban no participar en las elecciones mientras subsista el fraude, y la concurrencista que proponía no abandonar la lucha electoral.
Las elecciones de 1892 que llevaron a la presidencia a Luis Sáenz Peña, en las que se perpetró un fraude monumental, volcaron la balanza a favor de los abstencionistas.
A principios de julio de 1893 se realizó una importante reunión entre el ministro del Interior, el cívico Aristóbulo Del Valle, Leandro Alem y Bernardo de Irigoyen. Los dos líderes radicales se esforzaron por convencer a Del Valle para que diera un golpe de Estado y asumiera el gobierno con el apoyo del radicalismo. El ministro se niega para «no sentar un funesto precedente». Fracasada esta gestión la Unión Cívica Radical se lanzó a la lucha revolucionaria.
La primera acción armada se produjo en la mañana del 29 de julio en San Luis, donde los radicales encabezados por Teófilo Sáa atacaron el cuartel de policía, tomaron prisionero al gobernador roquista Jacinto Videla y formaron una junta revolucionaria de gobierno.
En Rosario el movimiento fue dirigido por Lisandro de la Torre. Lisandro y sus hombres armados con bombas y fusiles aportados por oficiales radicales de Zárate, tomaron la Jefatura de Policía y lograron que la ciudad cayera en manos de los rebeldes. La rebelión se extendió a Santa Fe, donde el lugarteniente de De la Torre, Mariano Candioti, al frente de unos 300 hombres tomó los principales edificios del gobierno provincial expulsando a tiros a los roquistas y asumiendo el 30 de julio de 1893 como gobernador de la provincia.
En Buenos Aires, la revolución estalló el 30 de julio y fue dirigida por Hipólito Yrigoyen y su hermano el coronel Martín Yrigoyen. Los revolucionarios recibieron la adhesión de los habitantes de 88 municipios y nombraron al sobrino de Alem gobernador de la provincia. Yrigoyen, siguió al frente del movimiento, coordinando las distintas acciones militares de su ejército de 3.000 hombres acantonado en Temperley, pero no quiso asumir la gobernación provincial y designó en el cargo a su correligionario Juan Carlos Belgrano. El joven Marcelo T. De Alvear fue designado Ministro de Obras Públicas del gobierno revolucionario.
Los hechos estaban tomando una magnitud nunca imaginada por los dueños del poder. El 10 de agosto la Cámara de Diputados de la Nación aprobó un proyecto que recomendaba la intervención a la Provincia. El ministro Del Valle se reunió en La Plata con Yrigoyen. Le advirtió que ya no podía demorar más la represión y le rogaba que evitara «un baño de sangre». Yrigoyen decidió la disolución del gobierno revolucionario.
Pero el conflicto estaba lejos de terminar. El 14 de agosto estalló en Corrientes otro movimiento revolucionario del partido liberal con apoyo radical. Los rebeldes tomaron Bella Vista, Saladas y Mburucuyá y el 22 se apoderaron de la Capital provincial. Como ocurriera con Buenos Aires, se decide la intervención federal.
Los movimientos revolucionarios de 1893 coincidieron con una aguda crisis económica. A diferencia de la crisis del 90, que había afectado básicamente a las actividades urbanas como la bolsa, los bancos y el comercio –por lo que el fenómeno revolucionario se había reducido exclusivamente a las ciudades-, en la segunda mitad del 93 la crisis llegó a las zonas rurales, en coincidencia con uno de los picos más bajos del precio internacional del trigo.
En septiembre los radicales de Tucumán se sublevan contra el gobierno de Prospero García. Los combates duran varios días hasta que el 20 los revolucionarios logran tomar la provincia. El gobierno nacional envía una división de 1.200 hombres al mando del general Francisco Bosch y de Carlos Pellegrini que logra recuperar la provincia.
El movimiento comenzó a extenderse por todo el país, pero la falta de coordinación entre los distintos focos rebeldes y la eficaz acción represiva llevada a delante por el General Julio A. Roca y el ministro de Guerra y Marina, Benjamín Victorica, llevaron a la derrota de la sublevación, a la detención de Alem y al exilio de Yrigoyen en Montevideo.
La frustrada revolución del 93 traerá múltiples consecuencias dentro y fuera del radicalismo. En el seno del partido, durante los episodios revolucionarios se pusieron de manifiesto las notables diferencias entre el fundador y conductor indiscutido, Leandro Alem y su sobrino, Hipólito Yrigoyen. Las disidencias tenían que ver fundamentalmente con la profunda desconfianza que sentía don Leandro por las convicciones revolucionarias de Yrigoyen. Lo sentía proclive a los pactos espurios y a rodearse de los peores hombres con tal de lograr sus objetivos. Por su parte su natural heredero, acusaba a Alem de ejercer una conducción demasiado principista, intransigente y personalista que no dejaba lugar a ningún tipo de negociación, ni siquiera con las figuras más «progresistas» del régimen conservador, como Roque Sáenz Peña o José Figueroa Alcorta.
Los disensos se fueron profundizando en los años subsiguientes y los respectivos orgullos no dejaron espacio para el diálogo superador.
Decía Alem en una carta a un amigo en 1895:
«Los radicales conservadores se irán con Don Bernardo de Irigoyen; otros radicales se harán socialistas o anarquistas; la canalla de Buenos Aires, dirigida por el pérfido traidor de mi sobrino Hipólito Yrigoyen, se irá con Roque Sáenz Peña y los radicales intransigentes nos iremos a la mismísima mierda.»
Los que conocían bien a Leandro N. Alem sabían que estaba pasando un momento muy difícil. Con gravísimos problemas económicos, porque había aportado todo su capital para financiar la acción partidaria y las fallidas revoluciones; se lo veía muy deprimido y decepcionado por las actitudes de sus correligionarios y convencido de que su famoso lema partidario «que se rompa pero que no se doble» estaba entrando en desuso. Asqueado de la corrupción y el fraude del modelo conservador y sintiéndose impotente para enfrentarlo, decidió suicidarse el 1 de julio de 1896.
Poco antes de tomar su última decisión, dejo lo que se conoce como su testamento político. Allí decía entre otras cosas: «Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. Sí, que se rompa pero que no se doble. He luchado de una manera indecible en estos últimos tiempos. ¡Cuánto bien ha podido hacer este partido, si no hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores! No importa. ¡Todavía el radicalismo puede hacer mucho, pertenece principalmente a las nuevas generaciones! ¡Ellas le dieron origen y ellas sabrán consumar la obra, deben consumarla!”
Muerto Alem, continuaban las disensiones internas en la UCR. El 6 de septiembre de 1897 se enfrentaron a duelo en el Retiro Hipólito Yrigoyen, que por entonces tenía 45 años, y el joven Lisandro de la Torre, de 28. Las causas del duelo estaban en la renuncia presentada por Lisandro al partido radical en la que decía entre otras cosas:
«El Partido Radical ha tenido en su seno una actitud hostil y perturbadora, la del señor Yrigoyen, influencia oculta y perseverante que ha operado por lo mismo antes y después de la muerte del doctor Alem, que destruye en estos instantes la gran política de la coalición, anteponiendo a los intereses del país y los intereses del partido, sentimientos pequeños e inconfesables.»
Yrigoyen no sabía esgrima y contrató a un profesor para la ocasión. Lisandro, en cambio era un experto. La lucha duró más de media hora al cabo de la cual, paradójicamente Lisandro presentaba heridas en la cabeza, en las mejillas, en la nariz y en el antebrazo, mientras que Yrigoyen resultó ileso. A partir de entonces Lisandro comenzará a usar su barba rala para disimular las marcas de aquella disputa con Don Hipólito.
El nuevo líder radical, Hipólito Yrigoyen mantuvo la línea de la intransigencia revolucionaria y volverá a las armas en 1905 sublevándose contra el gobierno conservador de Quintana. Yrigoyen justificaba su acción en una proclama revolucionaria:
«Ante la ineficacia comprobada de la labor cívica electoral y el incumplimiento de las leyes y respetos públicos, es sagrado deber del patriotismo ejercitar el supremo recurso de la protesta armada a que han acudido casi todos los pueblos del mundo en el continuo batallar por la reparación de sus males y el respeto de sus derechos.»
Una nueva revolución radical estalló el 4 de febrero de ese año con el apoyo de importantes sectores del ejército en medio de un clima de creciente agitación social protagonizada por los gremios anarquistas y socialistas. La rebelión se extendió por la Capital, Mendoza, Rosario, Bahía Blanca y Córdoba. En esta ciudad se produjeron los episodios más resonantes y durísimos enfrentamientos. Allí el comandante Daniel Fernández, militante radical, sublevó al regimiento 8 de Línea y con el apoyo de militantes radicales a los que el propio comandantes les distribuyó armas del arsenal copado, derrocó al gobierno provincial y tomó prisionero al vicepresidente Figueroa Alcorta que se encontraba de visita en la provincia.
La revolución terminó militarmente derrotada, pero la clase gobernante debió tomar nota de la alarma que se había activado y comenzaron a afirmarse en su seno los hombres partidarios de una modificación del sistema electoral que permita descomprimir el panorama social sin modificar en absoluto el modelo económico agroexportador. Para los hombres más lúcidos de la oligarquía, el mantenimiento de la exclusión política de la mayoría era evidentemente más peligroso que la incorporación política de un partido moderado como la UCR que cuestionaba las bases del modelo sino los mecanismos de incorporación al mismo.
Fuente: El Historiador