Por Esteban Crevari
Yrigoyen se rige por unos cuantos principios sin cambiar jamás. Donde predomina el materialismo, él es idealista y místico. En medio de millones de indiferentes, él tiene una fe y una pasión. Renuncia a todos los placeres de la vida en un pueblo de gozadores de la vida o que aspiran a serlo.
Es muy distinto a todos. Es un introvertido típico; vale decir: un hombre cuya energía psíquica se dirige hacia adentro, que vive más hacia adentro que hacia afuera. Introvertido casi absoluto, poco tiene del tipo opuesto, dado que la introversión consiste en el predominio, en un solo ser de los dos adversos caracteres.
En el mundo de sus ideas, Yrigoyen es audaz; véase la forma en que se expresa de los gobiernos. Esto es típico del introvertido, lo mismo que su temor cuando se trata de convertir en hechos las ideas.
Se preocupó mucho por capacitarse. Poseyó un rico bagaje en materia de lectura dentro de lo cual se destaca Platón, Aristóteles, San Agustín, Montesquieu, Rousseau, Bossuet, Fenelón y Emerson entre otros.
Sus más audaces resoluciones como presidente de la República, aún las que más desea poner en práctica, tardan meses en realizarse: así, la intervención a Buenos Aires.
Como todo introvertido, no es un hombre de acción. Su escasa acción es la propia del introvertido. Procede por medio de otros, sea cuando reorganiza el partido o cuando prepara algún movimiento revolucionario. Su acción, que consiste en convencer uno por uno a los hombres o explicarles sus órdenes, es una prolongación de su interioridad.
Obstinación: carácter típico del introvertido, según Jung. Nadie más obstinado que Yrigoyen, pero no lo es por puro capricho sino por fidelidad a sus principios. Ejemplo: el no querer retratarse a pesar de que tanto se lo piden y de no ignorar que su retrato es necesario para la propaganda del partido. No cede jamás a una idea ajena si está en contra de la suya; ni a un consejo, si lo permite.
Características del temperamento introvertido que posee Yrigoyen en alto grado: taciturnidad, convicción de que no le entienden; elevada estimación de sí mismo cuando se siente comprendido; dificultad expresiva, sobre todo de los sentimientos íntimos; afán excesivo de no llamar la atención.
Es un sentimental introvertido. Por esto habla poco y se muestra, a veces, como un melancólico. Se deja guiar “por su sentimiento subjetivamente orientado”, por lo cual “ sus verdaderos motivos permanecen por lo general incógnitos”.
La idea que de Yrigoyen se hacen sus enemigos, millares de personas indiferentes y aún muchos de sus partidarios es una errónea interpretación de la realidad. Yrigoyen nada tiene de oportunista, ni de aprovechador, ni de electoralista. Es al contrario un fanático de unos cuantos principios que constituyen la ley de su vida. Vive enclaustrado entre las paredes de esos principios.
Hombre de principios: eso ha sido y será toda su vida. Pero de pocos principios y siempre los mismos. No cambia jamás. Durante cincuenta años se viste de la misma manera, habla con iguales palabras y tiene idénticas ideas. Su idealismo, su optimismo, su creencia en la igualdad de los hombres no se modifican, ocurra en el mundo lo que ocurra. No hace cosa alguna sino obedeciendo a un principio. Así, el no retratarse.
Es también un intuitivo introvertido. El intuitivo introvertido es frecuentemente un soñador y un vidente místico. La intuición, cuanto más se ahonda, más aleja al individuo de la realidad y aun llega a convertirle, según Jung, “en un completo enigma, inclusive para los que le rodean”. Todo lo característico de este tipo lo tiene Yrigoyen.
Su “facultad maestra” es la voluntad. Sus voliciones son netas e intensas, aunque tarda en decidirse. Pone al servicios de sus resoluciones una obstinación poderosa. Lucha veinticinco años y no lo desaniman ni los fracasos, ni las traiciones, ni los abandonos.
La voluntad es para él la primera de las facultades; y el carácter la mayor virtud. No es intelectualista ni aprecia a los intelectuales. Tiene un sentido sentimental de la vida. Procede por principios, pero también por razones de sentimiento. En los conflictos entre ambos, se decide por los principios. Y si coinciden, su voluntad adquiere un invencible poder.
Nadie le ha visto airado ni irritado. Si algo que oye le disgusta, entorna los ojos y enmudece, lo que basta para que ninguno, entre sus interlocutores, insista en el tema que le ha disgustado. Su voluntad, sabiamente administrada, le lleva al dominio de los hombres. Mas disimula su dominación. Así, no se opone a un candidato ni lo impone: lo voltea con su silencio obstinado y lo elige con una alabanza o una inclinación de cabeza al oír su nombre. Raramente ordena con imperativa autoridad, y lo hace sólo con los que le tienen fidelidad. Si impone ciertas ideas, órdenes o candidatos, procede, previamente, recomendándoles habilidad. A un seguidor, mediante el cual quiere imponer un candidato a gobernador, le enseña: “No diga que quiero eso, sino que usted, por conocer íntimamente todos mis deseos e intenciones, está seguro de que lo quiero”.
Si desea el poder –y no parece evidente- lo desea sin concupiscencia, y sólo porque tiene el instinto del poder, porque esto está en el destino y porque la naturaleza de su psiquis le conduce a mandar. Quiere el poder para destruir al Régimen y “salvar a los pueblos”. No para el lujo, ni la buena vida, ni la ostentación.
Como señala Félix Luna, “La austeridad prócer de su gobierno recordaba el estilo de las primeras presidencias, aquellas de presidentes pobres y magros sueldos. No pasaron de mil pesos diarios, los gastos de representación de la residencia durante sus períodos. Dos coches viejos encontró a su servicio cuando llegó al gobierno, y en ellos anduvo sin comprar otros ni mandarlos a renovar… Ordenó durante sus dos períodos, en sendas órdenes, que se retiraran los retratos con su efigie que decoraban algunas oficinas públicos… El gobierno de Irigoyen fue austero, abierto, paternal. En los primeros días, como un nuevo gerente que se pone al tanto del mecanismo de la empresa que ha de administrar, dio en recorrer hospitales, depósitos de encausados, reparticiones administrativas, policiales y aduaneras y la propia Casa de Gobierno, a la hora de entradas a las oficinas. Solía ir con el senador Crotto a la hora de la siesta –ese caluroso noviembre de 1916- y aparecía inesperadamente en cualquier oficina preguntando, conociendo, inspeccionando. Daba un ejemplo de trabajo sin alharacas ni propaganda, pero llevando a la administración pública la sensación de que un celoso inspector de los intereses populares estaba vigilando al empleado remolón o al funcionario coimero…”