Por Diego Barovero – Vicepresidente del Instituto Nacional Yrigoyeneano
El 12 de julio se conmemoró el sesquicentenario (150° Aniversario) del nacimiento de Hipólito Yrigoyen (12/07/1852 – 03/07/1933).
La República Argentina toda debe rendir justiciero homenaje al caudillo popular exaltado a la presidencia de la Nación en dos ocasiones por el sufragio libre de sus conciudadanos, numen inspirador de la reforma electoral que abrió al pueblo soberano las compuertas de la participación en la República. Por la significación de una personalidad tan ilustre, cuya conducta intransigente y su lucha en defensa del ideal de la auténtica República Representativa ha de servir de ejemplo a los hombres y mujeres dispuestos a hacer realidad su sueño de una Patria más libre, más igualitaria, más solidaria y más democrática. Sus enseñanzas, su prédica y su obra tienen aún en el siglo XXI una vigencia y una actualidad indiscutible.
Ha ocurrido con Yrigoyen una de las más injustificables paradojas de la historia argentina, puesto que siendo uno de los líderes de América que más tempranamente se preocupó por la defensa de la soberanía, por la realización del principio democrático y social y por la unidad latinoamericana, permanece aún hoy olvidado o relegado en su auténtica dimensión por los libros de historia y nuestra tradición política.
Quizá por esa razón los sectores dominantes de la Argentina se han ocupado de atenuar o disminuir la trascendencia que el pensamiento y la acción de Yrigoyen tuvieron en el proceso de emancipación del pueblo argentino. Porque la lucha que iniciara Leandro N. Alemy que continuó y perfeccionó su sobrino Hipólito Yrigoyen entró en franca colisión con los intereses de lo que éste último denominó acertadamente “El Régimen”.
Fue Yrigoyen la más acabada expresión nacional de un humanismo ético, que centraba su esfuerzo en la realización del hombre, inspirado en el ideal krausista que enfatizaba el sentido moral del derecho, que es el conjunto de condiciones para la realización nacional y la idea de la política como creación ética.
En ello se nutrió para dar forma y contenido a dos principios esenciales de la filosofía y la conducta yrigoyeneanas: la ética y la intransigencia. Ambas eran concebidas como medios reparadores contra la usurpación del poder, en la concepción de una democracia integral en la que se complementan e interactúan la justicia y la libertad.
Esa democracia era considerada inviable por El Régimen “falaz y descreído”. Ese mismo sistema fue ideando los más imaginativos artificios para obstruir la concreción de ese ideal emancipador argentino. Desde el fraude patriótico, la proscripción, la persecución, la dictadura, la represión.
La lección de Yrigoyen, su lucha, su conducta, su legado doctrinario desde las jornadas revolucionarias en el Parque de Artillería hasta sus días de confinamiento en Martín García, nos demuestra que en ningún lugar del mundo las libertades se regalan y menos aún en América y particularmente en Argentina.
En esa convicción, y en la certeza de que el pueblo era el destinatario y el protagonista de todos sus esfuerzos, basó Yrigoyen el sentido de su propia existencia terrenal.
Yrigoyen encarnó un sentimiento nacional de pureza y decencia cívica, un movimiento de conciencias, de corazones y de almas dispuestos a pelear el buen combate. Para ello era menester asumir una conducta ética en la que los medios se subordinen a los fines y fueran congruentes con ellos.
En la doctrina yrigoyenista asume fundamental importancia la bandera de la vigencia plena de la Constitución Nacional, en la que el prócer sostenía que estaba condensado “todo el espíritu de la Nación, todos los anhelos de su vida múltiple y todas las promesas con las cuales ha de llenar su cometido humano”.
Porque Yrigoyen tenía un sentido sustantivo del derecho y en su obra de gobierno la Constitución tuvo plena y absoluta vigencia: respeto integral por los derechos y libertades, publicidad de los actos de gobierno, austeridad y decencia republicana, autonomía de los otros poderes del Estado, realización del auténtico federalismo; defensa de la soberanía nacional y la integridad territorial argentina y americana.
No es tarea fácil glosar la copiosa y magnífica obra de Yrigoyen, pero es justo como homenaje tener presente sus grandes líneas. Durante sus dos mandatos presidenciales constitucionales llevó adelante una política de fuerte contenido principista y con sentido de reparación social. Se crearon más de 3 mil escuelas, el analfabetismo descendió del 20% al 4%, impulsó Reforma Universitaria procurando la democratización de los claustros y la libertad de cátedra. Fue un firme defensor del patrimonio del suelo y el subsuelo; fundó Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) y propugnó la nacionalización del petróleo. Sentó las bases de la Marina Mercante nacional y proyectó la creación del Banco Agrícola para fomentar la producción agropecuaria nacional y el Banco de la República como órgano de regulación financiera. Impulsó las primeras leyes de previsión social. Fomentó la investigación científica mediante la creación de los institutos de la nutrición, del petróleo y del cáncer.
En el plano de las relaciones internacionales ejerció la defensa de nuestra dignidad nacional por el valor soberano que emana de la autodeterminación de los pueblos y fomentó la confraternidad americana y mundial. Al momento de su derrocamiento por el golpe militar del 6 de setiembre de 1930 el producto bruto de nuestro país era el 50 por ciento de toda América Latina.
Por eso Yrigoyen tiene estado de permanencia en la tradición y cultura cívica argentina. Porque demostró que era posible crear una sociedad en la que los hombres fueran sagrados para los hombres y los pueblos sagrados para los pueblos. Y porque más allá de cualquier misticismo o endiosamiento artificioso, Yrigoyen será siempre y como cantó el poeta Arturo Capdevila “Un espanto de tiranos y una redención de pueblos”.