Por Jorge Luis Borges
Razonar esta convicción de yrigoyenista es empresa fácil. Equivale a pensar ante los demás lo que ya ha pensado mi pecho. Yrigoyen es la continuidad argentina. Es el caballero porteño que supo de las vehemencias del alsinismo y de la patriada grande del Parque y que persiste en una casita (lugar que tiene clima de patria, hasta para los que no somos de él), pero es el que mejor se acuerda con profética y esperanzada memoria de nuestro porvenir. Es el caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo caudillismo; es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y honrándose con él se hace porvenir.
Esa voluntad de heroísmo, esa vocación cívica de Yrigoyen, ha sido administrada (válganos aquí la palabra) por una conducta que es lícito calificar de genial. El fácil y hereditario descubrimiento de los políticos era éste: la publicidad, la garrulidad, la franqueza, provoca simpatía.
El de Yrigoyen es el reverso adivinatorio de aquel y es enunciable así: el recatado, el juramentado, el callado, es también simpático. Esa intuición ha bastado para salvarlo de las obligadas exhibiciones callejeras de la política.
Yrigoyen, nobilísimo conspirador del Bien, no ha precisado ofrecernos otro espectáculo que le de su apasionado vivir, dedicado con fidelidad celosa a la Patria.
Carta a Enrique y Raúl González Tuñon, Buenos Aires, marzo de 1928.